En la bruma luminosa de La Habana de los años 40, un hombre alto, de barba áspera y mirada de océano, encontró algo más que un refugio. Ernest Hemingway llegó a Cuba con la piel tostada por mil mares y una sed insaciable de historias. Lo que encontró aquí no fue solo un lugar para escribir, sino un latido, un compás vital que se mezcló para siempre con su prosa.
Al principio, Hemingway se instaló en el Hotel Ambos Mundos, en el corazón de La Habana Vieja. Desde la habitación 511, con vistas al puerto, golpeaba las teclas de su máquina de escribir, respirando el aire salino y el bullicio colonial que inundaban la ciudad. Solo años después, tras recibir el Premio Nobel de Literatura, pudo permitirse comprar Finca Vigía, su refugio campestre en San Francisco de Paula. Allí, rodeado de ceibas, mangos y el canto de los sinsontes, el escritor encontró la paz para crear algunas de sus obras más memorables, entre ellas El viejo y el mar.
La ciudad le ofreció sus otras caras: el bullicio de la calle Obispo, el perfume salino de la bahía y las noches largas en El Floridita, donde, entre risas y humo de tabaco, inventó junto al barman Constantino Ribalaigua un daiquirí frío como un disparo. No bebía para olvidar, sino para celebrar. Sus pasos también lo llevaban a La Bodeguita del Medio, donde el mojito era un pretexto para las conversaciones eternas y las paredes se llenaban de firmas y recuerdos.
Pero Hemingway no fue solo turista de barra y malecón. Se adentró en las aguas del Golfo, persiguió marlines gigantes desde su barco Pilar, y compartió madrugadas con pescadores humildes, cuyas manos curtidas eran tan dignas de épica como cualquier héroe de novela. En ellos encontró la esencia de su arte: hombres solos frente a la inmensidad, aferrados a un sueño.
Cuba le dio lo que pocos lugares pueden dar a un creador: materia viva. Le dio personajes, ritmos, supersticiones, sabores y una melancolía dulce que se desliza en cada frase suya escrita en esos años. A cambio, él dejó en la isla un mito que todavía camina entre bares y puertos, que aún mira al mar buscando un pez que quizá nunca llegue, pero cuya espera lo justifica todo.
Hoy, recorrer los pasos de Hemingway en Cuba es abrir un álbum de fotos que huele a madera vieja, a sal y a páginas amarillentas. Es comprender que su historia aquí no fue un capítulo aislado, sino una novela paralela, escrita con la tinta invisible del tiempo.
Porque si París fue una fiesta, Cuba fue su puerto.
Humberto. Tours en la Habana. Historia, Arte, Sociedad. WhatsApp+5352646921
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